Cora abrió
la pesada puerta de la biblioteca que el viejo señor Lorenzo Castillo había
dejado, como todas sus pertenencias, sin heredero legítimo. Después de su
muerte, nadie había vuelto a entrar en esa casa, por eso no era de extrañar el
lamentable desorden y la abundante suciedad de que gozaba la finca. Todas y
cada una de las habitaciones en las que Cora había entrado esa tarde estaban
llenas de polvo, suciedad, y algún que otro insecto. Algunas salas tenían las
ventanas rotas, y los cristales se hallaban esparcidos por el suelo, y hasta se
podían encontrar hojas de los sauces que reposaban en el jardín, y que sin duda
el viento había llevado hasta el interior de la casa.
Pero
la biblioteca era la habitación más desordenada y triste del lugar.
Los
altos ventanales, que antaño habían sido el orgullo de esa sala, habían perdido
su esplendor. No estaban rotos, y conservaban todos sus cristales, pero ya no
dejaban pasar la luz pura del sol que durante tantos días de invierno había
iluminado esos libros ahora olvidados. La luz que ahora caía sobre la sala era más
oscura y triste, como una penumbra tenuemente iluminada.
Las
largas y delicadas cortinas, color blanco y oro, que habían embellecido el
lugar, ahora aparecían como largos trechos de tela descolorida, colgada de
cualquier forma.
No,
las inclemencias del tiempo no habían afectado la habitación en absoluto. Ese
lugar había oscurecido solo.
En el
suelo, tirados y esparcidos por todas partes, se hallaban las páginas que
Lorenzo había arrancado, una a una, de todos los libros que habitaban esa sala.
Ningún
libro conservaba su página número dieciséis. Todas estaban allí, a sus pies.
Allí dónde habían permanecido durante tantos años en los que nadie había
entrado en esa sala.
Pues
Lorenzo había despojado todos y cada uno de sus libros de esas páginas,
marcando su dolor con cada corte, y dejando atrás su cordura y sensatez. Lo
último que hizo de forma consciente y razonada fue cerrar la puerta al salir,
para que sus penas y sus llantos quedaran presos en la biblioteca, y así,
aunque su alma no estuviera sujeta a su cuerpo, no abandonaría nunca la casa ni
los motivos que le habían llevado al suicidio.
Cora
se acercó a los ventanales, e intentando no manchar demasiado sus finos y
blancos dedos, los abrió.
Una
ráfaga de aire entró en la habitación, e hizo volar las hojas de papel
olvidadas en el suelo. Una tormenta literaria se adueñó de la habitación,
obligando a Cora a echarse a un lado.
Las
hojas formaron un remolino desordenado que se paseaba por el centro de la
habitación, como si el fantasma de Lorenzo Castillo hubiera despertado tras un
largo sueño.
La
mayor parte de las hojas salieron volando por la ventana, y se esparcieron al
aire libre, siguiendo cada una su camino, como si alguien finalmente las
hubiera liberado.
xels
Gràcies per llegir-nos!
Esperem el teu comentari.
Muy interesante, pero me he quedado con ganas de saber más sobre Lorenzo, y también decirte que me ha decepcionado un poco la descripción de la biblioteca, pues la esperaba más profunda. Aún así, está muy bien :)
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